Por Alejandra Sáez, encargada de Pastoral Educadores
Existe en cada uno de nosotros un impulso, una fuerza interior que nos obliga a salir de nosotros mismos para acudir en ayuda, atención y cuidado a los demás.
Esta fuerza invisible que nos anima a estar disponibles para los demás nos viene de Dios, y tendemos a reconocerla como nuestra vocación, el llamado divino a servir, tal como Jesús entre sus discípulos. Él estuvo siempre dispuesto a acompañar y servir, alentándolos a entregarse, a salir de sí, a entregar su tiempo, ánimo, alegría y fuerzas por el otro, a ser el menor entre ellos para llegar a ser el mayor en el Reino de los Cielos.
Este llamado a desinstalarse y a salir de sí para —en la entrega al otro— dejar entrar a Cristo, es lo que nos distingue como cristianos, amarnos con el amor y entrega que el mismo Jesús nos mostró en tantas ocasiones.
Pero este espíritu no se queda solo en la acción en sí misma de “ayudar”, sino que también colaborar en la misión de compartir y expandir la Buena Nueva, que no es más que transmitir el mensaje de que este amor infinito y gratuito es para cada uno de nosotros hasta la vida eterna.
El desarrollo de esta característica va directamente relacionado a nuestra capacidad de ver el mundo y saber que necesita algo más, que necesita un cambio, que necesita conocer la verdad y saber que Dios nos ama, que su reinado ya viene, que somos seres creados bajo el alero de su amor y por lo tanto hermanos que estamos llamados a sacar lo mejor de nosotros mismos por y para los demás.